miércoles, 27 de marzo de 2013
lunes, 25 de marzo de 2013
AMOR, CULPA Y REPARACIÓN
Hablemos de uno de los libros nodales en el descubrimiento y estudio de la conducta humana: Amor, Culpa y Reparación de Melanie Klein, es una obra extraordinaria que bien vale la pena ser estudiada a fondo, sin embargo, aquí, abordaré sólo los temas principales, espero, en posteriores artículos, tratar cada uno por separado.
Las dos
partes de este libro tratan aspectos muy diferentes de las emociones
humanas. La primera, Odio, voracidad y agresión, considera los
poderosos impulsos de odio que constituyen una parte fundamental de la
naturaleza humana. La segunda, en la que intento describir las fuerzas
igualmente poderosas del amor y el impulso de reparación, complementa la
primera, pues la aparente división implícita en este método de
exponerlas en realidad no existe en la mente humana. Al separar así
nuestro enfoque tal vez no logremos transmitir una idea clara de la
constante “interacción” de amor y odio, pero se impone la división en
este vasto tema, pues el modo como los sentimientos de amor y las
tendencias de reparación se desarrollan en conexión con los impulsos
agresivos y a pesar de ellos, sólo podrá demostrarse cuando se haya
tenido en cuenta el papel que aquellas fuerzas destructivas desempeñan
en la interacción de odio y amor.
Un artículo
de Joan Riviere demostró que estas emociones aparecen por primera vez
en la temprana relación del niño con el seno materno y que se dirigen
fundamentalmente hacia la persona deseada. Es necesario retomar la vida
mental del niño para estudiar la interacción de las diferentes fuerzas
que se congregan en el más complejo de todos los sentimientos humanos:
el que llamamos amor.
LA SITUACIÓN EMOCIONAL DEL LACTANTE
El primer
objeto de amor y odio del lactante, su madre, es deseado y odiado a la
vez con toda la fuerza e intensidad características de las tempranas
necesidades del niño. Al principio ama a su madre cuando ésta satisface
sus necesidades de nutrición, calmando sus sensaciones de hambre y
proporcionándole placer sensual mediante el estímulo que experimenta su
boca al succionar el pecho. Esta gratificación forma parte esencial de
su sexualidad, de la que en realidad constituye la primera expresión.
Pero cuando el niño tiene hambre y no se lo gratifica, o cuando siente
molestias o dolor físico, la situación cambia bruscamente. Se despierta
su odio y su agresión y lo dominan impulsos de destruir a la misma
persona que es objeto de sus deseos y que en su mente está vinculada a
todas sus experiencias, buenas y malas. Además, como lo ha señalado
Joan Riviere, el odio y los sentimientos agresivos del lactante dan
origen a los más penosos estados, como la sofocación, el ahogo y otras
sensaciones similares que, al ser sentidas como destructivas para su
propio cuerpo, aumentan nuevamente la agresión, la desdicha y los
temores.
El medio
primario e inmediato de aliviar al lactante de la dolorosa situación de
hambre, odio, tensión y temor es la satisfacción de sus deseos por la
madre. La temporaria seguridad obtenida al recibir gratificación
incrementa grandemente la gratificación en si; de este modo la
seguridad se transforma en un importante componente de la satisfacción
de recibir amor. Esto se aplica a las formas de amor más simples y a
sus manifestaciones elaboradas, tanto al niño como al adulto. Nuestra
madre desempeña un papel duradero en nuestra mente por que ella fue la
que primero satisfizo todas nuestras necesidades de autopreservación y
nuestros deseos sensuales, proporcionándonos seguridad, aunque los
diversos modos en que esta influencia actúa y las formas que a veces
toma no resulten muy obvios en una etapa ulterior. Por ejemplo: una
mujer puede aparentemente haberse apartado de su madre, y sin embargo
buscar inconscientemente algunos aspectos de aquel primer vínculo en su
relación con el marido o con el hombre que ama. La parte importante
que desempeña el padre en la vida emocional del niño influye también en
todas las relaciones de amor posteriores y en todas las asociaciones
humanas. Pero el primer lazo infantil con él, como figura gratificante,
amistosa y protectora, está parcialmente basado en la relación con la
madre.
El lactante, para quien la madre es primariamente sólo un objeto que satisface todos sus deseos, un pecho bueno,
pronto comienza a responder a sus gratificaciones y cuidados
desarrollando sentimientos de amor hacia ella como persona. Pero este
primer amor se encuentra ya perturbado en su raíz por impulsos
destructivos. Amor y odio luchan en su mente y, en cierto grado, esta
lucha persiste durante toda la vida, pudiendo constituirse en fuente de
peligro en las relaciones humanas.
Los
impulsos y sentimientos del lactante se acompañan de un tipo de
actividad mental que considero como la más primitiva: es la elaboración
de la fantasía, o más familiarmente, el pensamiento imaginativo. Por
ejemplo, el niño que anhela el pecho materno, al no tenerlo imagina que
lo tiene, es decir, evoca la satisfacción que deriva de él. Este
primitivo fantasear es la horma inicial de una capacidad cuyo
desarrollo posterior se observa en los trabajos más elaborados de la
imaginación.
Las
fantasías tempranas que acompañan los sentimientos del lactante son
variadas. En la que acabamos de mencionar imagina la gratificación que
le falta. Con todo, las fantasías placenteras también coexisten con la
satisfacción real, y las destructivas vienen con la frustración y los
sentimientos de odio que ésta despierta. Cuando se siente frustrado por
el pecho lo ataca en sus fantasías, pero si el pecho lo gratifica lo
ama y fantasea agradablemente con él. En sus fantasías agresivas desea
morder y destrozar a la madre y a sus pechos, y destruirla también en
otras formas.
Un rasgo
muy importante de la fantasía destructiva, equivalente al deseo de
muerte, es el del lactante que cree que sus deseos fantaseados tienen
efecto real, es decir, que siente que sus impulsos destructivos han
destruido realmente al objeto y seguirán destruyéndolo; esto tiene
consecuencias sumamente importantes para su desarrollo mental. Se
defiende de tales temores mediante fantasías omnipotentes de tipo
reparador, lo que también influye grandemente en su desarrollo. Si en
sus fantasías agresivas el niño ha dañado a su madre mordiéndola y
destrozándola, pronto puede fantasear que une de nuevo sus pedazos para
repararla,
sin embargo, ello no aplaca del todo su recelo de haber destruido al
objeto que, ya lo sabemos, es el que más ama y necesita, del que
depende enteramente. En mi opinión estos conflictos básicos actúan
profundamente sobre el curso y la fuerza de la vida afectiva de los
adultos.
SENTIMIENTO INCONSCIENTE DE CULPA
Todos sabemos que al captar en nosotros impulsos de odio hacia la
persona amada nos sentimos afligidos y culpables. Como dice Coleridge:
... El enojo contra el ser amado
tortura al seso como la demencia.
Como los
sentimientos de culpa son muy dolorosos, solemos relegarlos muy al fondo
de la mente. Sin embargo, se expresan disfrazados en distintas formas y
constituyen una fuente de perturbación en nuestras relaciones
personales. Ciertas personas, por ejemplo, se desazonan muy pronto
cuando notan falta de aprecio, aun en quienes poco signifiquen para
ellas; la razón es que en su inconsciente consideran que no merecen la
atención de nadie, y una actitud fría les confirma la sospecha de no
ser dignos. Otras están insatisfechas de si mismas (sin base objetiva)
en las más variadas formas, sea en relación con su apariencia, su
trabajo o su capacidad en general. Algunas de estas manifestaciones son
comúnmente reconocidas y suelen ser llamadas vulgarmente “complejo de
inferioridad”.
Las
investigaciones psicoanalíticas demuestran que las actitudes de esta
naturaleza tienen raíces mucho más profundas de lo que habitualmente se
supone y siempre están relacionadas con sentimientos inconscientes de
culpa. Muchas personas tienen intensa necesidad de alabanza y
aprobación general, precisamente porque necesitan la prueba de que son
dignas de ser amadas. Esto se origina en su temor inconsciente de ser
incapaces de brindar amor suficiente y genuino y, en particular, de no
poder dominar los impulsos agresivos hacia los demás; temen ser un
peligro para los que aman.
EL AMOR Y LOS CONFLICTOS EN RELACIÓN CON LOS PADRES
La lucha
entre el amor y el odio, con todos los conflictos a que da lugar,
aparece, como he tratado de demostrar, en la primera infancia y opera
activamente durante toda la vida. Comienza en la relación del niño con
ambos padres. En el vínculo del lactante con su madre ya están
presentes los sentimientos sensuales, que se expresan a través de
sensaciones placenteras en la boca durante la succión. Pronto aparecen
sensaciones genitales y el anhelo por el pecho materno disminuye. No
desaparece del todo, sin embargo, sino que permanece activo en el
inconsciente y también, en parte, en la mente consciente. En el caso de
la niña, su atracción hacia el pecho materno se transforma en interés,
en gran parte inconsciente, por el genital paterno, el cual se
convierte en el objeto de sus deseos y fantasías libidinales. A medida
que prosigue el desarrollo, la niña desea al padre más que a la madre y
tiene fantasías conscientes e inconscientes de ocupar el lugar de
ésta, conquistándolo y transformándose en su esposa. Cela también a los
niños de su madre y quisiera tener hijos con el padre. Estos
sentimientos, deseos y fantasías provocan rivalidad, agresión y odio
contra la madre y vienen a agregarse a anteriores agravios originados
en las primeras frustraciones causadas por el pecho. No obstante, los
deseos y fantasías sexuales hacia la madre permanecen activos en la
mente de la niña. Bajo esa influencia, quisiera también reemplazar al
padre en su relación con la madre; en ciertos casos este anhelo puede
incluso ser más intenso que los que siente hacia él. De ese modo, su
amor por los padres coexiste con sentimientos de rivalidad hacia ambos, y
esta mezcla afectiva incluye también a los hermanos y hermanas. Los
deseos y fantasías vinculados a la madre y a las hermanas constituyen
la base de futuras relaciones homosexuales directas, ya sea como
sentimientos homosexuales que se expresarán indirectamente en forma de
amistad y afecto entre mujeres. En el desarrollo normal de las cosas,
los deseos homosexuales quedan relegados al segundo plano, se modifican
y subliman, y predomina la atracción hacia el otro sexo.
Una
evolución similar ocurre en el niño, que pronto experimenta deseos
genitales hacia su madre y odio hacia el padre rival. Pero también en
él se desarrollan deseos genitales hacia el padre, y ésta es la raíz de
la homosexualidad masculina. Estas situaciones suscitan conflictos: la
niña, aunque odie a su madre, también la ama y el niño ama al padre y
querría evitarle el peligro que emana de sus impulsos agresivos.
Además, el principal objeto de todos los deseos sexuales -para la niña,
el padre, para el niño, la madre- también despierta odio y rencor,
porque defrauda estos deseos.
El niño
cela intensamente a sus hermanos y hermanas, porque son sus rivales en
el amor de los padres. Sin embargo, también los ama, y aquí de nuevo
surgen fuertes conflictos entre los impulsos agresivos y los
sentimientos de amor. Esto provoca culpa y origina nuevos deseos de
hacer reparaciones, mezcla los sentimientos que tienen gran influencia
no sólo en la relación entre hermanos sino también, ya que las
relaciones humanas obedecen al mismo patrón, en la actitud social, el
amor, la culpa y los futuros deseos de reparar.
AMOR, CULPA Y REPARACIÓN
Como lo
expresé antes, los sentimientos de amor y gratitud surgen directa y
espontáneamente en el niño, como respuesta al amor y cuidado de su
madre. El poder del amor, que es la manifestación de las fuerzas
tendientes a preservar la vida, está presente en el niño, así como los
impulsos destructivos, y encuentra su primera expresión fundamental en
el vínculo con el pecho de la madre; al evolucionar, se transforma en
amor por ella como persona. Mi labor psicoanalítica me ha convencido de
que se produce una etapa muy importante en el desarrollo cuando surgen
en la mente infantil los conflictos de amor y odio y se activa el temor
de perder al ser amado. Los sentimientos de culpa y congoja entran en
acción como un nuevo elemento de amor, del que forma parte integrante,
influyendo profundamente sobre su cualidad y cantidad.
Hasta en
el niño pequeño se observa cierta preocupación por el ser amado, que no
es, como podía pensarse, tan sólo un signo de su dependencia del
adulto benévolo y útil. Junto con los impulsos destructivos existe en
el inconsciente del niño y del adulto una profunda necesidad de hacer
sacrificios para reparar a las personas amadas que, en la fantasía, han
sufrido daño o destrucción. En las profundidades de la mente el deseo
de brindar felicidad a los demás se halla ligado a un fuerte
sentimiento de responsabilidad e interés por ellos, que se manifiesta
en forma de genuina simpatía y de capacidad de comprenderlos tales como
son.
IDENTIFICACIÓN Y LABOR DE REPARACIÓN
La
simpatía genuina consiste en poder colocarse en el lugar del otro, esto
es, de “identificarse” con él. La capacidad de identificación es un
importantísimo elemento en las relaciones humanas en general, y una
condición del amor intenso y auténtico. Sólo si tenemos capacidad de
identificación con el ser amado llegamos a descuidar y hasta cierto
punto sacrificar nuestros propios sentimientos y deseos, anteponiendo
así temporariamente a los nuestros los intereses y emociones ajenos.
Puesto que al identificarnos con otro ser compartimos la ayuda o la
satisfacción que le proporcionamos, recuperamos por una vía lo que
sacrificamos por otra.
Los sacrificios por la persona amada y la identificación con ella nos
colocan en el papel de un padre bueno, y nos comportamos con ella como
nuestros padres a veces lo han hecho con nosotros, o como hemos deseado
que lo hicieran. A la vez desempeñamos el papel del niño bueno hacia
sus padres, realizando en el presente lo que hubiéramos querido hacer
en el pasado. Así, al invertir la situación, es decir, al actuar hacia
otros como padres bondadosos, nos recreamos y gozamos en la fantasía
del amor y la bondad que anhelamos en nuestros padres. Esto puede
también constituir un modo de manejar los sufrimientos y frustraciones
del pasado. Mediante la fantasía retrospectiva de desempeñar
simultáneamente el papel del buen hijo y del buen padre eliminamos
parte de nuestros motivos de odio, logrando así neutralizar las quejas
contra los padres frustradores, el furor vindicativo que ellos nos han
provocado y los sentimientos de culpa y desesperación provenientes de
este odio que dañaba a los que eran al mismo tiempo objeto de nuestro
amor. A la vez, en el inconsciente reparamos nuestros agravios
fantaseados (producto de nuestra fantasía) que nos causaban aún gran
dosis de culpa. Este mecanismo de “reparación” es, a mi juicio, un
elemento fundamental en el amor y en todas las relaciones humanas; lo
mencionaré, pues, a menudo en las páginas siguientes.
UNA RELACIÓN AMOROSA FELIZ
Teniendo
presente lo que expuse sobre los orígenes del amor, consideraremos
ahora algunas relaciones adultas, tomando como primer ejemplo una
relación de amor estable y satisfactoria entre hombre y mujer, como la
que puede existir en un matrimonio feliz. Involucra un vínculo profundo
y capacidad para el sacrificio mutuo y para compartir tanto el dolor
como el placer, tanto los intereses como los goces sexuales. Una
relación de esta índole abre un extenso ámbito para las más diversas
manifestaciones del amor(4).
Si la actitud de la mujer hacia el hombre es maternal, satisface, en
la medida posible, los tempranos deseos de él de recibir
gratificaciones de su propia madre. En el pasado esos anhelos nunca
fueron completamente satisfechos, y tampoco han sido abandonados del
todo. Es como si él ahora tuviese a su madre para sí, con sentimientos
de culpa relativamente escasos (cuya razón se detallará más adelante).
Si la mujer tiene una vida emocional ricamente desarrollada, además de
abrigar sentimientos maternales, conservará algo de su actitud infantil
hacia su padre, y ciertas características de la antigua relación
matizarán su vínculo con el marido. Por ejemplo, le brindará admiración
y confianza, viendo en él una figura protectora y útil, tal como antes
lo fuera su padre. Estos sentimientos forman la base de una relación
que permitirá la plena satisfacción de los deseos y necesidades de la
mujer como persona adulta. A su vez, esta actitud de la mujer
proporciona al hombre la oportunidad de protegerla y cuidarla de mil
maneras, es decir, de desempeñar hacia su madre, en su inconsciente, el
papel de un buen marido.
Cuando una
mujer es capaz de amar intensamente a su marido y a sus hijos podemos
deducir que muy probablemente su relación infantil con sus padres y
hermanos ha sido buena, o sea, que pudo manejar en forma satisfactoria
sus tempranos impulsos de odio y venganza contra ellos. He mencionado
anteriormente la importancia del deseo inconsciente de la niña de tener
un hijo con su padre, y los impulsos sexuales involucrados en tal
deseo. La frustración sexual que le inflige el padre suscita intensas
fantasías agresivas, que tendrán gran influencia sobre su capacidad de
obtener gratificación sexual en la vida adulta. En la niña pequeña las
fantasías sexuales están, pues, conectadas con el odio que,
específicamente, va dirigido contra el pene del padre, pues este órgano
le niega la gratificación que proporciona a la madre. Su odio y sus
celos la llevan a desear que el pene sea algo peligroso y malo que
tampoco pueda gratificar a su madre; así en su fantasía el pene
adquiere cualidades destructivas. A causa de sus deseos inconscientes,
centrados alrededor de las gratificaciones sexuales de los padres,
algunas de sus fantasías atribuyen a los órganos y placeres genitales
un carácter peligroso y dañino. Estas fantasías agresivas son de nuevo
neutralizadas en su mente por el deseo de reparar: más específicamente,
de curar el genital paterno, al que mentalmente ha dañado o investido
de maldad. También las fantasías de índole restauradora están
conectadas con sentimientos y deseos sexuales. Todo este fantasear
inconsciente tendrá gran influencia sobre los sentimientos de la mujer
hacia su marido. Si éste la ama y además la gratifica sexualmente, sus
fantasías sádicas inconscientes se debilitarán. Pero, aunque en la
mujer normal nunca alcancen un grado que inhiba la tendencia a
mezclarlas con impulsos eróticos más positivos o amistosos, estas
fantasías jamás desaparecen del todo, sino que estimulan a las otras de
naturaleza reparadora; vuelve así a actuar el impulso de reparación.
Las gratificaciones sexuales no sólo le proporcionan placer, sino que
también la apaciguan y protegen contra los temores y sentimientos de
culpa derivados de sus primeros deseos sádicos. A su vez, el
apaciguamiento acrecienta su gratificación sexual y despierta en ella
gratitud y ternura, al mismo tiempo que acentúa su amor. Debido a que
en las profundidades de su mente perdura la idea de que su genital es
peligroso y podría dañar el del marido -noción que proviene de sus
fantasías agresivas contra su padre- parte de la satisfacción que
obtiene deriva del hecho de comprobar que sus genitales son buenos,
puesto que proporcionan a su marido placer y felicidad.
Las
fantasías de la niña pequeña sobre la peligrosidad de los genitales
paternos conservan cierta vigencia en el inconsciente de la mujer. Pero
si tiene con su marido una relación feliz y sexualmente gratificadora
siente que los genitales de aquél son buenos, lo cual disipa su miedo.
La gratificación sexual actúa así como doble garantía: de su propia
bondad y de la de su marido, y la seguridad que esto le brinda
incrementa a su vez el goce sexual, ampliando el círculo propicio a la
paz íntima. Los celos y odios tempranos de la mujer hacia su madre
considerada como rival en el amor del padre, han desempeñado un papel
importante en sus fantasías agresivas. La felicidad mutua proveniente
de la gratificación sexual y de la relación feliz y amorosa con su
marido será parcialmente interpretada como indicio de que sus deseos
sádicos contra la madre han sido inoperantes o anulados por la
reparación.
También la
actitud emocional y la sexualidad del hombre en su relación con la
mujer sufren por supuesto la influencia de su pasado. La frustración de
sus deseos genitales por su madre, en la niñez, despertó en él la
fantasía de que su pene se transformaba en un instrumento capaz de
herirla y dañarla. También contra su padre alentó fantasías sádicas a
raíz de los celos y el odio que sentía contra ese rival en el amor
materno. En la relación sexual con su compañera entran en juego, en
cierto grado, sus tempranas fantasías agresivas, que lo llevaron a
temer la destructividad de su pene. Y, por una transmutación de
naturaleza similar a la que se produce en la mujer el impulso sádico,
cuando no es excesivo, estimula las fantasías de reparación. Sentirá
entonces que su pene es un órgano bueno y curativo, que proporciona
placer a la mujer, repara su genital dañado y le da hijos. Una relación
feliz y sexualmente gratificadora le prueba la bondad de su pene y
también, inconscientemente, el éxito de sus intentos de reparación.
Esto no sólo aumenta su placer sexual, su amor y ternura por la mujer,
sino que propicia sentimientos de gratitud y seguridad, los que a su vez
incrementan sus poderes creadores en otros campos e influyen
favorablemente sobre su capacidad para el trabajo y otras actividades.
Al compartir sus intereses (así como su amor y su placer sexual), la
mujer le prueba el valor de su trabajo. Su primitivo deseo de ser capaz
de hacer por su madre lo que su padre hacía en el terreno sexual y en
otros de recibir de ella lo que él recibía, con ella produce también el
efecto de disminuir su agresión contra el padre, intensamente
estimulada por su fracaso en obtener a la madre como esposa. Esto le
tranquiliza en cuanto a las consecuencias de sus prolongadas tendencias
sádicas contra el padre.
Puesto que
su odio y su rencor contra el padre han matizado sus sentimientos
hacia los hombres que lo representan y los resentimientos contra su
madre han igualmente afectado su relación con las mujeres que la
simbolizan, una experiencia amorosa satisfactoria cambia su perspectiva
vital y su actitud hacia la gente y las actividades en general. El
amor y el aprecio de su esposa le dan el sentimiento de haber alcanzado
plena madurez y de ser igual a su padre. Se atenúa la rivalidad hostil
y agresiva contra éste, cediendo el lugar a una competencia más
amistosa con él –o más bien con símbolos paternos admirados- en las
realizaciones y tareas productivas y es muy probable que aumente o
mejore su creatividad.
Del mismo
modo, una mujer que establece una relación amorosa feliz con un hombre
se siente inconscientemente a la altura del lugar que la madre, ocupaba
junto a “su” marido y capaz de obtener las satisfacciones de que
aquélla disfrutaba y que le fueron negadas en su niñez. Puede entonces
equipararse a su madre y gozar de la misma felicidad, derechos y
privilegios, pero sin dañarla ni robarla. Los efectos sobre su actitud y
el desarrollo de su personalidad son análogos a los cambios producidos
en el hombre cuando, mediante un matrimonio feliz, se considera igual a
su padre.
De esta manera ambos cónyuges experimentan la relación de amor y gratificación sexual mutua como una feliz recreación de sus primeros años familiares. Muchos deseos y fantasías nunca pueden ser satisfechos en la niñez(5), no sólo porque son irrazonables sino también porque en el inconsciente coexisten simultáneamente deseos contradictorios. Parece una paradoja, pero en cierta forma el cumplimiento de muchos deseos infantiles sólo es posible cuando el individuo ha crecido. En la relación feliz entre adultos el temprano deseo de tener a la madre o al padre para sí permanece aún inconscientemente activo. Por supuesto, la realidad no permite que la gente se case con su madre o con su padre; si ello fuera factible, los sentimientos de culpa hacia terceros interferirían en la gratificación. Pero sólo quien en el inconsciente pudo fantasear tales relaciones y, hasta cierto punto, vencer los sentimientos de culpa inherentes a estas fantasías y gradualmente logró desprenderse de los padres a la vez que permanecer vinculado a ellos, estará capacitado para transferir sus deseos a personas que representarán los anhelados objetos del pasado, sin ser idénticos a ellos. Es decir, que sólo el individuo que ha “crecido”, en el verdadero sentido de la palabra, podrá realizar sus fantasías infantiles en la vida adulta; y por añadidura, con el alivio de la culpa sentida antaño por sus deseos infantiles. En efecto, una situación fantaseada en la niñez se ha hecho ahora real, pero lícita y en forma tal que le demuestra que los diversos males que su fantasía asociaba con dicha situación en realidad no han ocurrido. Una relación adulta feliz como la que he descripto puede significar, según lo expresé antes, una recreación de la temprana situación familiar, que será ahora más completa, ampliando el ámbito de apaciguamiento y seguridad mediante la relación del hombre y la mujer con los hijos. Esto nos lleva al tema de la paternidad.
De esta manera ambos cónyuges experimentan la relación de amor y gratificación sexual mutua como una feliz recreación de sus primeros años familiares. Muchos deseos y fantasías nunca pueden ser satisfechos en la niñez(5), no sólo porque son irrazonables sino también porque en el inconsciente coexisten simultáneamente deseos contradictorios. Parece una paradoja, pero en cierta forma el cumplimiento de muchos deseos infantiles sólo es posible cuando el individuo ha crecido. En la relación feliz entre adultos el temprano deseo de tener a la madre o al padre para sí permanece aún inconscientemente activo. Por supuesto, la realidad no permite que la gente se case con su madre o con su padre; si ello fuera factible, los sentimientos de culpa hacia terceros interferirían en la gratificación. Pero sólo quien en el inconsciente pudo fantasear tales relaciones y, hasta cierto punto, vencer los sentimientos de culpa inherentes a estas fantasías y gradualmente logró desprenderse de los padres a la vez que permanecer vinculado a ellos, estará capacitado para transferir sus deseos a personas que representarán los anhelados objetos del pasado, sin ser idénticos a ellos. Es decir, que sólo el individuo que ha “crecido”, en el verdadero sentido de la palabra, podrá realizar sus fantasías infantiles en la vida adulta; y por añadidura, con el alivio de la culpa sentida antaño por sus deseos infantiles. En efecto, una situación fantaseada en la niñez se ha hecho ahora real, pero lícita y en forma tal que le demuestra que los diversos males que su fantasía asociaba con dicha situación en realidad no han ocurrido. Una relación adulta feliz como la que he descripto puede significar, según lo expresé antes, una recreación de la temprana situación familiar, que será ahora más completa, ampliando el ámbito de apaciguamiento y seguridad mediante la relación del hombre y la mujer con los hijos. Esto nos lleva al tema de la paternidad.
LOS PADRES: SER MADRE
Consideraremos primero una auténtica relación de afecto entre la madre y
el hijo, tal como la que se desarrolla si la mujer ha alcanzado una
personalidad plenamente maternal. Muchos lazos vinculan la relación de
una madre con su hijo a la que en la niñez mantuvo con su propia madre.
En todos los niños existe un fuerte deseo consciente e inconsciente de
tener hijos. En las fantasías inconscientes de la niña el cuerpo de su
madre está lleno de hijos; se imagina que han sido puestos allí por el
pene del padre, que para ella es símbolo de toda creatividad, poder y
bondad. Su actitud predominantemente admirativa hacia su padre y sus
órganos sexuales como creadores y capaces de dar vida se acompaña de un
intenso deseo de poseer hijos propios y tenerlos dentro de si como la
posesión más preciosa.
La
observación cotidiana nos muestra que las niñas pequeñas juegan con las
muñecas como si éstas fueran sus hijos. A menudo hacen alarde de
apasionada devoción, tratando a esos juguetes como a niños reales,
compañeros, amigos que forman parte de su vida. No sólo no dejan las
muñecas sino que constantemente se ocupan de ellas desde que comienza
el día y presentan dificultad en abandonarlas cuando deben hacer otra
cosa. Estos deseos de la niñez persisten hacia la edad adulta y
contribuyen a cimentar la fuerza del amor que una mujer embarazada
siente por el hijo que crece en sus entrañas y luego por el que ha dado
a luz. La gratificación de tenerlo al fin alivia el dolor de su
frustración infantil, cuando deseaba un hijo de su padre y no podía
tenerlo. El cumplimiento de un deseo tan importante y largamente
postergado tiende a disminuir su agresión y aumentar su capacidad de
amor hacia su hijo. Además, el desamparo del niño y su gran necesidad
de cuidados maternales demanda más amor que el que puede proporcionarse
a cualquier otra persona, brindando así un cauce a todas las
tendencias afectuosas y constructivas de la madre. Nadie ignora que
algunas madres sacan partido de esta relación para gratificar sus
propios deseos, es decir, su sentido posesivo y la satisfacción de
tener quien dependa de ellas. Tales mujeres quieren conservar a sus
hijos adheridos a ellas y detestan la idea de verlos crecer y adquirir
personalidad. En otras, el desamparo del niño hace aflorar todos sus
fuertes deseos de reparación, que derivan de varias fuentes y pueden
ahora aplicarse al hijo largamente deseado, que representa el
cumplimiento de sus tempranas aspiraciones. La gratitud hacia el niño
que le proporciona el goce de poder amarlo aumenta estos sentimientos y
puede conducirla a subordinar su propia gratificación al bienestar de
su hijo, que se constituirá en su interés primordial.
La
naturaleza de las relaciones de la madre con sus hijos cambia, por
supuesto, a medida que ellos crecen. Su actitud hacia los hijos mayores
estará más o menos bajo la influencia de la actitud que tuvo en el
pasado hacia sus hermanos, hermanas, primos, etc. Ciertas dificultades
en las relaciones pasadas pueden interferir en sus sentimientos hacia
su propio hijo, especialmente si éste revela reacciones y rasgos que
tienden a reactivar en ella los antiguos problemas. Los celos y la
rivalidad fraterna le han despertado deseos de muerte y fantasías
agresivas, y en su mente creyó dañar y destruir a sus hermanos. Si los
sentimientos de culpa y conflictos derivados de estas fantasías no son
demasiado fuertes, la posibilidad de reparar gana así mayor alcance y
sus afectos maternales pueden manifestarse de un modo más completo.
Uno de los
elementos de esta actitud materna parece ser la capacidad de ponerse
en el lugar del niño y ver la situación desde su punto de vista. El ser
capaz de hacerlo con amor y simpatía está íntimamente asociado, como
lo hemos visto, con los sentimientos de culpa y el impulso de
reparación. Sin embargo, si la culpa es muy fuerte esta identificación
puede llevar a una actitud extremada de autosacrificio, sumamente
desventajosa para el niño. Es bien sabido que un niño educado por una
madre que lo inunda de amor y no le pide nada a cambio, a menudo se
transforma en una persona egoísta. La falta de capacidad de amor y
consideración en un niño es en cierta medida un velo que encubre
sentimientos de culpa excesivos. La indulgencia materna exagerada
tiende a fomentar un clima de quietud y, además, no da campo suficiente
para el ejercicio del impulso infantil de hacer reparación,
sacrificios a veces, y desarrollar una verdadera consideración hacia
los demás.
Con todo, si la madre no está demasiado envuelta en los sentimientos
del niño ni excesivamente identificada con él, puede hacer uso de su
sensatez para guiar al hijo del modo más provechoso. Disfrutará
entonces plenamente de la posibilidad de fomentar su desarrollo,
satisfacción ésta que se refuerza con las fantasías de hacer por su
hijo lo que logró o deseó que su madre hiciera por ella. Salda así su
deuda y repara los daños que en su fantasía hizo a los hijos de su
madre, lo cual contribuye a aplacar sus sentimientos de culpa. La
capacidad materna de amar y comprender a sus hijos se pone a prueba
especialmente cuando éstos llegan a la adolescencia. En este período
los chicos tienden normalmente a separarse de sus padres y a liberarse
en cierta medida de sus antiguos vínculos con ellos. Sus esfuerzos para
abrirse camino hacia nuevos objetos de amor crean situaciones que
quizá resulten muy dolorosas para los padres. La madre que tiene
fuertes sentimientos maternales puede permanecer firme en su amor, ser
paciente y comprensiva, proporcionar ayuda y consejo cuando sean
necesarios y permitir, con todo, que los hijos elaboren sus propios
problemas, todo ello sin pedir mucho. Sin embargo, esto sólo es posible
si su capacidad de amar se ha desarrollado en forma tal que le permita
una doble identificación, con su hijo y con la madre sensata que su
mente evoca.
La
relación de la madre con sus hijos volverá a cambiar de carácter, y su
amor buscará nuevas formas de manifestarse cuando ellos hayan crecido y
tengan su propia vida, liberados ya de sus antiguos lazos. La madre
advierte ahora que no desempeña un papel muy amplio en sus vidas. Pero
puede experimentar cierta satisfacción al conservar disponible su amor
para cuando sus hijos lo necesiten. Inconscientemente siente que les
proporciona seguridad: sigue siendo la madre de antes, cuyo seno les
dio gratificación plena y que satisfizo sus necesidades y deseos. En
esta situación se identifica completamente con su propia madre
protectora, cuya influencia benigna jamás se ha desvanecido en su mente.
Al mismo tiempo se identifica con sus propios hijos. En su fantasía
vuelve, por así decirlo, a la niñez y comparte con ellos la posesión de
una madre buena y protectora. El inconsciente de los niños a menudo
responde al de la madre y, al margen del grado en que utilice el acopio
de amor que le está destinado, frecuentemente derivan un gran aliento y
apoyo interior del hecho de que este amor exista.
LOS PADRES: SER PADRE
Aunque los
hijos no signifiquen tanto para el hombre como para la mujer,
desempeñan en su vida un papel importante, especialmente si él y su
mujer viven en armonía. Para remontarnos a los orígenes profundos de
esta relación reitero lo que ya expuse sobre la gratificación que
obtiene el hombre al proporcionar un hijo a su mujer, en la medida en
que esto representa una compensación de sus deseos sádicos hacia su
madre y una reparación de ello. Este mecanismo aumenta la satisfacción
real de crear un hijo y de realizar los deseos de su esposa. La
gratificación de sus deseos femeninos al compartir el goce maternal de
su mujer constituye una fuente adicional del placer. En la niñez deseó
intensamente tener hijos con su madre y estos deseos incrementaron sus
impulsos de robarle sus niños. Como hombre, “puede” dar hijos a su
mujer, verla feliz con ellos; puede ahora, sin sentimientos de culpa,
identificarse con ella en el parto y el amamantamiento, así como en la
relación con los hijos mayores.
De todos
modos, el ser un “buen padre” para sus hijos da al hombre muchas
satisfacciones. Todos sus impulsos protectores, que han sido estimulados
por sentimientos de culpa en relación con su temprana vida familiar
infantil, encuentran ahora expresión plena. Además, se produce una
identificación con un padre bueno, ya sea su padre real o un padre
idealizado. Otro elemento más en la relación con sus hijos será su
identificación con ellos, pues en su mente comparte sus goces.
Asimismo, al ayudarles en sus dificultades y promover su desarrollo
reedita su propia niñez de una manera más satisfactoria. Mucho de lo
expuesto sobre la relación de la madre con sus hijos en las diferentes
etapas se aplica también al padre. Si bien desempeña un papel distinto
del de ella, las actitudes de ambos se complementan mutuamente. Si
(como lo damos por sentado en este capitulo) la vida matrimonial se
apoya en el amor y la comprensión, el marido también disfruta de la
relación de su mujer con los hijos, mientras ella siente placer de la
comprensión y ayuda que el marido les presta.
DIFICULTADES EN LAS RELACIONES FAMILIARES.
Sabemos que una vida familiar plenamente armoniosa como la que he descripto no es un caso corriente. Depende de una feliz coincidencia de circunstancias, de factores psicológicos y, primordialmente, de una capacidad de amor bien desarrollada en ambos cónyuges. Pueden acaecer dificultades de todo tipo en la relación entre marido y mujer, y en la de éstos con sus hijos; daré algunos ejemplos.
La
individualidad del niño tal vez no corresponda a lo que los padres
desearían. Cada uno de ellos pudo inconscientemente haber querido que
el hijo se pareciera a uno de sus propios hermanos; y naturalmente, uno
de los dos será defraudado, si no ambos. Asimismo, si ha habido en
ellos una fuerte rivalidad e intensos celos en relación con los
hermanos y hermanas, esta situación puede repetirse ante el desarrollo y
las realizaciones de sus hijos. Otro problema se produce cuando los
padres son muy ambiciosos y utilizan los logros de sus hijos para
obtener seguridad y disminuir sus propios temores. Hay además mujeres
incapaces de amar y de gozar el hecho de tener hijos porque se sienten,
en la fantasía, demasiado culpables de ocupar el lugar de sus propias
madres. Una mujer de este tipo tal vez no pueda atender a sus hijos,
debiendo entregarlos al cuidado de niñeras o de otras personas que, en
su inconsciente, representan a su madre. De este modo le devuelve los
hijos que deseó quitarle. Este temor de amar al hijo, que naturalmente
perturba la relación con él, puede ocurrir también en los hombres y es
muy probable que afecte las relaciones mutuas entre marido y mujer.
He dicho
que los sentimientos de culpa y el impulso de reparación están
íntimamente ligados a la emoción amorosa. Sin embargo, si el primitivo
conflicto entre amor y odio no ha sido satisfactoriamente resuelto, o
si la culpa es demasiado fuerte, puede producirse una reacción de
alejamiento ante el ser amado, e incluso de rechazo hacia él. En último
análisis, el temor de que la persona amada -originalmente la madre-
pueda morir a causa de los agravios que en la fantasía se le han
infligido, torna intolerable el depender de ella. Podemos observar la
satisfacción de los niños pequeños ante sus primeras realizaciones y
todo lo que aumente su independencia. Ello se debe a muchas razones
obvias, pero, según mi experiencia, hay una muy importante y profunda:
el niño se siente impulsado a debilitar sus lazos con la persona más
importante, su madre. Originariamente ella preservó su vida, satisfizo
todas sus necesidades, le brindó protección y seguridad; en
consecuencia, es para él fuente de toda bondad y vida. En su fantasía
inconsciente, ella forma parte inseparable de si mismo y, por lo tanto,
su muerte implicaría también la del niño. Si tales sentimientos y
fantasías son muy intensos, el apego a las personas amadas puede llegar a
ser una carga abrumadora.
Muchas
personas buscan solución a estas dificultades mediante el recurso de
reducir su capacidad de amor, “negándola” o suprimiéndola, y evitando
toda emoción fuerte. Otras escapan a los peligros del amor
desplazándola predominantemente de las personas a los objetos. El
desplazamiento del amor a las cosas e intereses (que he tratado en
relación con el explorador y el hombre que lucha contra las fuerzas de
la naturaleza) forma parte del crecimiento normal. Pero en algunos, se
transforma en el método principal para manejar los conflictos, o mejor,
para evitarlos. Todos conocemos al individuo que se rodea de animales,
al coleccionista apasionado, al científico, al artista y otros seres
capaces de un gran amor y hasta de sacrificios por los objetos de su
devoción o por su tarea favorita, pero que escatiman su interés y amor
hacia los demás seres humanos.
Una
evolución muy distinta se produce en los que pasan a depender
enteramente de las personas con quienes establecen vínculos intensos.
El miedo inconsciente a la muerte del ser amado fomenta esa dependencia
excesiva. Los temores de esa naturaleza incrementan la voracidad, que
viene a constituir uno de los elementos de tal actitud y se expresa a
través de la utilización exagerada de la persona de quien se depende.
El eludir responsabilidades es otro componente de la dependencia
excesiva; el otro se hace responsable de nuestros actos y a veces hasta
de nuestras opiniones y pensamientos. (Esta es una de las razones de la
adopción indiscriminada de las ideas de un líder y de la obediencia
ciega a sus mandatos). Para los que son tan dependientes, el amor se
hace sumamente necesario como apoyo contra el sentimiento de culpa y
los distintos temores. El ser amado debe probarles, con manifestaciones
de afecto siempre reiteradas, que no son malos ni agresivos y que sus
impulsos destructivos no se han hecho efectivos.
Estas ligaduras extremadas son especialmente perturbadoras en la relación de la madre con su hijo. Como lo he señalado antes, la actitud materna ante el hijo tiene mucho en común con los primeros sentimientos de la niña hacia su propia madre. Ya sabemos que esta primera relación se caracteriza por el conflicto entre amor y odio. Al tener un hijo, la mujer transfiere sobre él los deseos inconscientes de muerte que de niña sintió hacia su madre.
Estas ligaduras extremadas son especialmente perturbadoras en la relación de la madre con su hijo. Como lo he señalado antes, la actitud materna ante el hijo tiene mucho en común con los primeros sentimientos de la niña hacia su propia madre. Ya sabemos que esta primera relación se caracteriza por el conflicto entre amor y odio. Al tener un hijo, la mujer transfiere sobre él los deseos inconscientes de muerte que de niña sintió hacia su madre.
Los
problemas afectivos entre hermanos y hermanas en la niñez, intensifican
estos sentimientos. Si a causa del conflicto no resuelto en el pasado,
la madre se siente demasiado culpable en relación con el hijo, puede
necesitar su amor tan intensamente que utilizará varios recursos para
mantenerlo estrechamente ligado a ella y dependiente; o quizá se
dedique a él hasta el punto de transformarlo en eje de toda su vida.
Consideremos ahora, aunque sólo desde un aspecto básico, una actitud
mental muy diferente: la infidelidad. Las múltiples manifestaciones y
formas de infidelidad (resultado de los más variados modos de
desarrollo y expresión: en algunas personas, principalmente de amor; en
otras, de odio, con todos los matices intermedios), tienen un fenómeno
en común: el repetido alejamiento de una persona (amada) motivado en
parte por el temor a la dependencia. He descubierto que, en las
profundidades de la mente, el típico Don Juan se siente acosado por el
miedo a la muerte de sus amadas, el que se abriría paso y provocaría
depresión y grandes sufrimientos mentales, si no fuera por su defensa
específica: la infidelidad. Por este medio se está probando
constantemente a sí mismo que su objeto, “uno” y muy amado
(originariamente su madre, cuya muerte temía porque su amor hacia ella
era voraz y destructivo), no le es, después de todo, indispensable, ya
que siempre podrá volcar en otra mujer sentimientos apasionados, aunque
superficiales. En contraste con los que por temor a la muerte del ser
amado, lo rechazan, o bien sofocan y niegan el amor, el Don Juan, por
varias razones, toma el camino opuesto. Pero su actitud con las mujeres
involucra una transacción inconsciente. Al abandonar y rechazar a
algunas mujeres se aleja inconscientemente de su madre salvándola de sus
deseos peligrosos y liberándose de su penosa dependencia, mientras que
al buscar a otras y proporcionarles placer y amor, en su inconsciente
retiene a la madre amada o vuelve a re-crearla.
En
realidad se siente impulsado hacia una y otra porque pronto todas ellas
se transforman en imagen de su madre. Su objeto original de amor es
así reemplazado por una sucesión de objetos diversos. En la fantasía
inconsciente, recrea o repara a su madre por medio de gratificaciones
sexuales (que realmente brinda a otras mujeres), pues sólo en un
aspecto siente su sexualidad como peligrosa; en otro, la siente
reparadora y susceptible de hacerla feliz. Esta doble actitud forma
parte de la transacción inconsciente que origina la infidelidad y es
condición de ese tipo particular de desarrollo.
Esto me
lleva a considerar otra clase de dificultad en las relaciones amorosas.
A veces un hombre vuelca sus sentimientos afectuosos, tiernos y
protectores en una mujer, quizá su esposa, pero es incapaz de obtener
goce sexual con ella y debe reprimir sus deseos sexuales o
satisfacerlos con otra. Los temores de que su sexualidad sea de
naturaleza destructiva, el miedo al padre como rival y los resultantes
sentimientos de culpa son otras tantas razones profundas de la
separación entre los afectos tiernos y los específicamente sexuales. La
mujer amada y altamente valorizada, que se erige como su madre, tiene
que ser preservada de su sexualidad, que en la fantasía siente como
peligrosa.
ELECCIÓN DEL COMPAÑERO DE AMOR.
El
psicoanálisis nos muestra que profundos motivos inconscientes
participan en la elección de la pareja y determinan la atracción sexual
y el placer de la mutua compañía. Los sentimientos de un hombre hacia
una mujer sufren la influencia de su vínculo temprano con la madre.
Pero tal situación puede ser más o menos inconsciente y presentar
manifestaciones muy enmascaradas. Quizás un hombre elija como compañera
a una mujer que tenga algunas características completamente opuestas a
las de su madre: tal vez la apariencia de la amada sea muy distinta,
pero su voz o ciertos rasgos de su personalidad que le resultan
especialmente atractivos, concordarán con las primeras impresiones que
él recibió de su madre. O tal vez, precisamente con el propósito de
desligarse de un vínculo demasiado fuerte con la madre, venga a elegir
una compañera que presente un contraste absoluto con aquélla.
Muy a menudo, a medida que se produce el desarrollo del niño, una hermana o una prima ocupan el lugar de la madre en sus fantasías sexuales y en su amor. Es obvio que la actitud basada en estos sentimientos será distinta de la del hombre que busca fundamentalmente rasgos maternos en la mujer. Con todo, la elección resultante de sentimientos experimentados hacia una hermana, puede tender también a la búsqueda de aspectos de índole maternal en la compañera. La temprana influencia que sobre el niño ejercen las personas de su ambiente, crea una gran variedad de posibilidades: una niñera, una tía, una abuela, pueden desempeñar un papel muy importante. Naturalmente, al considerar la influencia de las primeras relaciones sobre la elección posterior, no debemos olvidar que lo que el hombre desea recrear en sus relaciones amorosas es su impresión infantil ante la persona amada y las fantasías que tuvo con ella. Además, el inconsciente establece asociaciones sobre bases muy distintas de las que rigen en la mente consciente. Toda suerte de impresiones completamente olvidadas -reprimidas- contribuye así para que una persona resulte para determinado individuo, más atractiva que las demás, en el terreno sexual y en otros.
Muy a menudo, a medida que se produce el desarrollo del niño, una hermana o una prima ocupan el lugar de la madre en sus fantasías sexuales y en su amor. Es obvio que la actitud basada en estos sentimientos será distinta de la del hombre que busca fundamentalmente rasgos maternos en la mujer. Con todo, la elección resultante de sentimientos experimentados hacia una hermana, puede tender también a la búsqueda de aspectos de índole maternal en la compañera. La temprana influencia que sobre el niño ejercen las personas de su ambiente, crea una gran variedad de posibilidades: una niñera, una tía, una abuela, pueden desempeñar un papel muy importante. Naturalmente, al considerar la influencia de las primeras relaciones sobre la elección posterior, no debemos olvidar que lo que el hombre desea recrear en sus relaciones amorosas es su impresión infantil ante la persona amada y las fantasías que tuvo con ella. Además, el inconsciente establece asociaciones sobre bases muy distintas de las que rigen en la mente consciente. Toda suerte de impresiones completamente olvidadas -reprimidas- contribuye así para que una persona resulte para determinado individuo, más atractiva que las demás, en el terreno sexual y en otros.
Factores
similares actúan en la elección femenina. Las impresiones que conserva
de su padre, sus sentimientos hacia él -admiración, confianza, etc.-,
pueden desempeñar un papel predominante en la elección del compañero.
Pero quizá su temprano amor hacia su padre haya sufrido serias
alteraciones. Tal vez se haya alejado de él muy pronto debido a fuertes
conflictos o graves decepciones. En este caso, un hermano, un primo o
un compañero de juegos puede haber asumido gran importancia, tornándose
en el receptáculo de sus deseos y fantasías sexuales, así como de sus
sentimientos maternales. Buscará entonces un amante o un marido que
configure la imagen de ese hermano, de preferencia el que tenga
cualidades de tipo paterno. En una relación de amor feliz el
inconsciente de la pareja se corresponde. En el caso de la mujer que
tiene marcados sentimientos maternales, las fantasías y los deseos del
hombre que busca una mujer predominantemente maternal corresponderán a
los suyos. Si permanece muy ligada a su padre, inconscientemente
buscará a un hombre que necesite desempeñar ante la mujer el papel de
un buen padre.
Aunque los
vínculos amorosos de la vida adulta están fundados en las primeras
relaciones emocionales con los padres, hermanos y hermanas, los nuevos
lazos no son necesariamente meras repeticiones de la temprana situación
familiar. Los recuerdos, sentimientos y fantasías inconscientes entran
en la nueva ligazón de amor y amistad en formas completamente
disfrazadas. Pero además de las primeras influencias, muchos otros
factores actúan en los complicados procesos que cimentan una relación
amorosa o amistosa. Las relaciones normales adultas siempre contienen
nuevos elementos derivados de la nueva situación: las circunstancias,
la personalidad del otro, y su respuesta a las necesidades emocionales y
a los intereses prácticos del adulto.
LOGRO DE INDEPENDENCIA
Hasta aquí
me he referido principalmente a las relaciones íntimas entre los
seres. Entraremos ahora en las manifestaciones más generales del amor y
las formas en que éste participa de intereses y actividades de todo
tipo. El vínculo primario del niño con el pecho y la leche de su madre
constituye la base de todas las relaciones de amor en la vida. Pero si
consideráramos la leche materna simplemente como un alimento saludable y
adecuado, concluiríamos que seria fácil reemplazarlo por otro
igualmente conveniente. Sin embargo, la leche de la madre, la primera
que aplaca los tormentos del hambre en el niño y que proviene del pecho
que llega a amar cada vez más, adquiere para él un inestimable valor
emocional. El pecho y su producto, primeras gratificaciones de su
instinto de autopreservación y de sus deseos sexuales, se erigen en su
mente en símbolos de amor, placer y seguridad. Es por lo tanto de
suprema importancia el saber hasta qué punto puede “psicológicamente”
reemplazar este primer alimento por otros. La madre logra, con mayor o
menor dificultad, que el niño se acostumbre a ingerir otras sustancias.
Con todo, quizás él no abandone su intenso deseo del alimento
primitivo; quizá no olvide sus quejas y su odio por haber sido privado
de él, ni se adapte, en el verdadero sentido, a esta frustración; y si
ello ocurriera, no podrá adaptarse a ninguna frustración de su vida
futura.
Si
llegamos a comprender, mediante la exploración del inconsciente, la
fuerza y profundidad del primer apego a la madre y a su alimento así
como la intensidad con que éste persiste en el inconsciente del adulto,
nos sorprenderá ver que el niño logre paulatinamente desprenderse de
ella y conquistar independencia. Es cierto que ya en el lactante existe
un agudo interés por lo que ocurre a su alrededor, una creciente
curiosidad y placer en aumentar su ámbito de personas, cosas y
realizaciones, todo lo cual parece facilitarle nuevos objetos de amor y
de interés. Pero esto no basta para explicar su posibilidad de
desligarse de la madre con quien tiene un vínculo inconsciente tan
fuerte. La índole misma de este intenso apego lo impulsa a separarse de
ella porque (dada la inevitabilidad de la avidez frustrada y del odio)
despierta en él el miedo de perder a esta persona tan importante y,
por lo tanto, el temor a depender de ella. Existe así, en el
inconsciente, la tendencia a abandonarla, contrarrestada por el
apremiante deseo de tenerla para siempre. Estos sentimientos
contradictorios, juntamente con el crecimiento emocional e intelectual
del niño, que le permite encontrar otros objetos de interés y placer,
conducen a la capacidad de transferir el amor, reemplazando al ser
amado por otras personas y cosas. Precisamente la cantidad de amor que
el niño experimenta hacia su madre le proporciona una gran
disponibilidad para sus vínculos futuros. El proceso de desplazar amor
es de suma importancia para el desarrollo de la personalidad y para las
relaciones humanas y podríamos decir, incluso, para el desarrollo de
la cultura y de la civilización.
Junto con
el proceso de desplazar el amor (y el odio) de la madre a otras
personas y cosas, distribuyendo así estas emociones en un círculo más
amplio, hay otra manera de manejar los primitivos impulsos. Las
sensaciones sensuales que el niño experimenta en relación con el pecho
materno se transforman en amor hacia la madre como persona integral;
los sentimientos de amor se funden desde el comienzo con los deseos
sexuales. El psicoanálisis ha subrayado el hecho de que los impulsos
sexuales hacia los padres, hermanos y hermanas no sólo existen, sino
que pueden ser observados en cierta medida en los niños muy pequeños.
Con todo, sólo la exploración del inconsciente permite aquilatar su
fuerza y su enorme importancia.
Ya hemos
visto que los deseos sexuales están íntimamente ligados a impulsos y
fantasías agresivas, a la culpa y al temor de que mueran las personas
queridas. Todo ello impulsa al niño a disminuir su apego hacia los
padres. El tiene, además, tendencia a reprimir estos sentimientos
sexuales, que se vuelven inconscientes y quedan enterrados en las
profundidades de la mente. Los impulsos sexuales se deslizan también de
los primeros objetos de amor y el niño adquiere así la capacidad de
amar a otros de modo predominantemente afectuoso.
El proceso
descripto arriba, consistente en reemplazar a la persona amada por
otras, en disociar parcialmente la sexualidad y la ternura y reprimir
los impulsos y deseos sexuales, viene a integrar la capacidad del niño
para establecer relaciones más amplias. No obstante, para lograr un
desarrollo total exitoso es esencial que la represión de los deseos
sexuales hacia los primeros seres queridos no sea demasiado fuerte,
ni demasiado completo el desplazamiento de los sentimientos de los
padres a otras personas. Si el niño conserva bastante amor para los que
se hallan próximos, si sus deseos sexuales hacia ellos no están muy
reprimidos, amor y deseo sexual podrán, más tarde en la vida, revivir,
unirse y desempeñar una parte vital en sus relaciones amorosas. En una
personalidad realmente bien desarrollada, el amor por los padres
subsiste, pero se le sumará el amor por otros seres y objetos, no como
mera extensión del primero, sino, como lo he señalado, mediante una
difusión de las emociones que disminuye el peso de los conflictos y de
la culpa derivada del apego y dependencia en relación con las primeras
personas que ama.
Al volcar
sus conflictos en otras personas, el niño no los suprime, sino que los
transfiere en forma menos intensa: de los primeros y más importantes, a
nuevos objetos de amor (y odio) que parcialmente representan a los
antiguos. Como sus sentimientos hacia estas nuevas personas no son tan
fuertes, sus impulsos de reparación, que una culpa excesiva hubiera
obstaculizado, pueden manifestarse ahora más plenamente.
Es bien
sabido que la existencia de hermanos y hermanas favorece el desarrollo.
El crecer juntos ayuda al niño a desprenderse más de los padres y
elaborar con sus hermanos un nuevo tipo de relación. Sabemos, con todo,
que no sólo los ama, sino que también tiene hacia ellos fuertes
sentimientos de rivalidad, odio y celos. Por esta razón las relaciones
con los primos, compañeros de juego y otros niños más alejados de la
situación familiar permiten nuevas alternativas a la relación fraterna,
variaciones éstas que son de gran importancia como fundamento de los
futuros vínculos sociales.
RELACIONES EN LA VIDA ESCOLAR
La escuela
brinda la oportunidad de desarrollar la experiencia ya adquirida en
materia de relaciones humanas y proporciona campo propicio para nuevos
experimentos en este terreno. Entre un gran número de chicos el niño
puede congeniar con uno, dos o varios mejor que con sus hermanos. Estas
nuevas amistades le dan, entre otras satisfacciones, la posibilidad de
corregir y mejorar, por así decirlo, las primeras relaciones con
aquéllos, que tal vez hayan sido insatisfactorias. El niño puede haber
sido realmente agresivo con un hermano más débil o menor; o quizá su
sentimiento inconsciente de culpa debido al odio y a los celos fuera la
causa principal que perturbó la relación, con trastornos susceptibles
de persistir en la vida adulta. Este desagradable estado de cosas puede
ejercer más adelante una profunda influencia sobre sus actitudes
emocionales respecto de la gente en general. Sabemos que hay niños
incapaces de hacerse de amigos en la escuela. Esto ocurre porque
trasladan al nuevo ambiente sus primitivos conflictos. Entre los que
logran liberarse suficientemente de sus primeras dificultades afectivas
y hacer amistades entre los compañeros de escuela se observa a menudo
una mejoría en la relación con sus hermanos. El nuevo compañero prueba
al niño que es capaz de amar y ser amado y que el amor y la bondad
“existen”, lo que también inconscientemente significa que puede reparar
el daño que en su imaginación o de hecho ha infligido a otros. Así las
nuevas amistades colaboran para la solución de las primeras
dificultades emocionales, sin que se tenga conocimiento de la
naturaleza exacta de los primitivos trastornos o del modo como van
siendo allanados. Todos estos medios proporcionan otras tantas válvulas
a las tendencias de reparación, el sentimiento de culpa disminuye, y
aumenta la confianza propia y en los demás.
La vida
escolar también da oportunidad de establecer entre el odio y el amor una
separación mayor que lo que es posible en el pequeño círculo familiar.
En la escuela algunos niños son detestados o simplemente no gozan de
simpatía, mientras que otros son queridos. En esta forma las emociones
de amor y odio, reprimidas debido al conflicto que surge al odiar a la
persona amada, pueden encontrar plena expresión en cauces más o menos
aceptados socialmente. Los niños se unen de varias maneras y
desarrollan ciertas normas que regulan hasta dónde pueden llevar sus
manifestaciones de odio o disgusto por los demás. Los juegos y el
espíritu de compañerismo implícito en ellos constituyen un factor
moderador en estas alianzas y en el despliegue de la agresión.
Aunque los
celos y la rivalidad por el amor y el aprecio del maestro pueden ser
muy fuertes, se desarrollan en un marco distinto al de la vida de
hogar. Los maestros están más alejados de los sentimientos del niño,
aportan a la situación menos emoción que los padres y además reparten
sus afectos entre varios niños.
RELACIONES EN LA ADOLESCENCIA
A medida
que el niño avanza hacia la adolescencia, su tendencia al culto del
héroe frecuentemente se expresa a través de sus relaciones con algunos
maestros, mientras que otros le inspiran aversión, odio o desprecio.
Aquí de nuevo se manifiesta el proceso de separar el odio del amor que
proporciona alivio, porque permite preservar a la persona “buena” y
brinda además la satisfacción de odiar a alguien que a nuestro juicio se
lo merece. El padre amado y odiado, la madre odiada y amada son
originariamente, como ya lo he expuesto, los objetos tanto de
admiración como de odio y desvalorización. Pero estos sentimientos que
mezclados resultan, como sabemos, demasiado contradictorios y gravosos
para la mente del niño y son, por lo tanto, probablemente soterrados,
encuentran expresión parcial en las relaciones con otras personas:
niñeras, tíos y parientes en general. Más tarde, en la adolescencia, la
mayoría de los niños tiende a alejarse de sus padres. Esto se debe en
gran parte a que sus deseos sexuales y conflictos en relación con
aquéllos están reforzándose una vez más. Los primeros sentimientos de
rivalidad y odio contra el padre o la madre, según el caso, reviven y
adquieren todo su vigor, aunque su origen sexual permanezca
inconsciente. Los jóvenes suelen ser muy agresivos y desagradables con
sus padres y con otras personas que se presten a ello, tales como
sirvientes, un maestro débil o compañeros de escuela por los que
sientan aversión. Pero cuando el odio ha llegado a esa intensidad, la
necesidad de preservar el bien y el amor en el mundo interno y externo
se hace muy urgente. El joven agresivo se siente, por lo tanto,
impulsado a buscar seres a quienes pueda idealizar y reverenciar. Los
maestros admirados pueden servir para ese fin y los sentimientos de
amor, admiración y confianza hacia ellos le dan seguridad interior.
Entre otras razones, porque para el inconsciente parecen confirmar la
existencia de padres buenos con los cuales hay una relación positiva,
lo que refuta así el odio intenso, la ansiedad y la culpa, que en este
período se han vuelto muy fuertes.
Hay, por
supuesto, niños que pueden sentir amor y admiración por los propios
padres mientras atraviesan estas dificultades, pero no son muy comunes.
Creo que lo que se ha dicho explica en parte la posición especial que
suelen ocupar en la mente las figuras idealizadas, como hombres y
mujeres famosos, autores, atletas, aventureros, personajes imaginarios
recogidos de la literatura, seres sobre quienes se vuelca la admiración
y amor, sentimientos sin los cuales todo se matizaría de odio y
desamor, lo cual se experimenta como peligroso para el yo y para los
demás.
Simultáneamente con la idealización de ciertas personas se produce el
odio hacia otras que son vistas bajo un cristal muy oscuro,
especialmente seres imaginarios, como algunos villanos del cine o de la
literatura, o bien individuos reales pero algo remotos, como los
caudillos políticos del partido opositor. Odiar a la gente irreal o
lejana resulta mucho menos peligroso para todos los interesados que
odiar a los que nos son muy próximos. Hasta cierto punto esto es
aplicable también al odio hacia algunos maestros o directores: la
disciplina escolar y el conjunto de la situación interpone entre
maestro y alumno una barrera mayor que la que existe entre padre e
hijo.
La
división entre amor y odio está dirigida hacia los menos íntimos; sirve
también para salvaguardar mejor a las personas amadas, tanto en la
realidad como en la mente. No sólo aquéllas se hallan físicamente lejos
y son por lo tanto inaccesibles, sino que la división entre la actitud
de amor y odio fomenta el sentimiento de que se puede conservar
incólume el amor. El sentimiento de seguridad que proviene de la
capacidad de amar está íntimamente ligado en el inconsciente al de
conservar sana y salva a la persona amada. Parecería que la creencia
inconsciente rezara así: “puedo mantener intactos algunos de los seres
que amo, por lo tanto no he dañado a ninguno, y los conservo a todos
para siempre en mi mente”. En último análisis, el inconsciente preserva
la imagen de los padres amados como la posesión más preciosa, porque
protege a su poseedor del dolor de la desolación total.
EL DESARROLLO DE LAS AMISTADES
Las
primeras amistades del niño cambian de índole durante la adolescencia.
La fuerza de los afectos e impulsos, tan característica de esta etapa
de la vida, favorece amistades intensas entre la gente joven,
principalmente entre los del mismo sexo. Las tendencias y sentimientos
homosexuales están subyacentes a estas relaciones, que frecuentemente
conducen a verdaderas actividades homosexuales. Estos vínculos
constituyen en parte una huida del impulso hacia el sexo opuesto, que en
este período es a menudo ingobernable por varias razones internas y
externas: sus deseos y fantasías se encuentran aún muy conectados con
su madre y hermanas, y la lucha por alejarse de ellas y encontrar
nuevos objetos de amor está en su punto culminante. Tanto las niñas
como los
muchachos en esta etapa sienten cargados de tantos
peligros los impulsos hacia el otro sexo, que intensifican los que se
dirigen hacia el mismo sexo. El amor, la admiración y la lisonja que
puedan entrar en estas amistades constituyen también, como lo he
señalado antes, una salvaguardia contra el odio, y por todos estos
motivos los jóvenes se apegan más a tales vínculos. En este período del
desarrollo las tendencias homosexuales intensificadas, sean
conscientes o inconscientes, desempeñan también un papel importante en
la adulación al maestro del mismo sexo. Las amistades de la
adolescencia son, como sabemos, frecuentemente inestables; una de las
razones es que la fuerza de los sentimientos sexuales (inconscientes y
conscientes) las invaden y perturban. El adolescente aún no se ha
emancipado de las fuertes ligaduras emocionales de la infancia y está
todavía -más de lo que se imagina- dominado por ellas.
LAS AMISTADES DE LA VIDA ADULTA
Aunque en
la vida adulta las tendencias homosexuales inconscientes tienen su
parte en la amistad con el mismo sexo, ésta se caracteriza, a
diferencia del vínculo homosexual,
por la disociación parcial entre los sentimientos afectuosos y los
sexuales, que pasan a segundo plano, y aunque activos en cierta medida
en el inconsciente, en la práctica desaparecen. También en la
separación entre sentimientos sexuales y afectivos. Pero como este
amplio sector es sólo una parte de mi tema, me limitaré a hablar de las
amistades entre personas del mismo sexo, y aun entonces sólo haré unas
pocas observaciones generales.
Tomemos
como ejemplo la amistad entre dos mujeres que no dependen demasiado una
de otra. A favor de las circunstancias, una u otra puede necesitar
protección o ayuda. La capacidad de dar y recibir afectivamente es
esencial en la verdadera amistad. Aquí los elementos de situaciones
tempranas se expresan en forma adulta. Inicialmente, protección, ayuda y
consejo nos fueron proporcionados por nuestras madres. Si logramos
madurez emocional y autosuficiencia, no dependeremos demasiado del
apoyo y consuelo maternal, pero el deseo de recibirlos en los momentos
difíciles y penosos perdura hasta la muerte. En la relación con una
amiga podemos a veces recibir y dar algo del amor y cuidado de una
madre. Una combinación exitosa de actitud maternal y filial parece
constituir una de las condiciones de una personalidad femenina
emocionalmente rica y capaz de amistad. (Una personalidad femenina
completamente desarrollada involucra la capacidad de mantener buenas
relaciones con los hombres en lo que concierne a sentimientos
afectuosos y sexuales. Pero al hablar de la amistad entre mujeres me
refiero a las tendencias y sentimientos homosexuales sublimados).
Quizás en las relaciones con nuestras hermanas hayamos tenido
oportunidad de experimentar y expresar a la vez cuidados maternos y
respuestas filiales.
Podremos
entonces fácilmente trasladarlos a la amistad adulta. Pero tal vez no
existió una hermana o alguien con quien viviésemos estos sentimientos.
En este caso, si llegamos a desarrollar una amistad con otra mujer,
ésta traerá la realización, modificada por las necesidades adultas, de
un fuerte e importante deseo de la niñez.
Con una
amiga compartimos intereses y placeres, pero también somos capaces de
alegrarnos por su felicidad y éxitos, aun cuando carezcamos de ellos.
Los sentimientos de envidia y celos pueden permanecer soterrados si
nuestra capacidad de identificarnos con ella y compartir así su
felicidad es bastante fuerte. El elemento de culpa y reparación no está
ausente nunca en tal identificación. Si hemos manejado con éxito
nuestros odios, celos, insatisfacciones y resentimientos contra nuestra
madre; si hemos logrado ser felices al verla feliz, al sentir que la
hemos agraviado o que podemos reparar el daño hecho en la fantasía,
seremos capaces de una verdadera identificación con otra mujer. Los
sentimientos posesivos y reivindicatorios que originan grandes
exigencias son elementos perturbadores de la amistad. En realidad,
todas las emociones exageradamente intensas pueden socavarla. Cuando
esto ocurre, la investigación psicoanalítica revela que han interferido
las tempranas situaciones de deseos insatisfechos, rencor, voracidad o
celos, o sea, que aun cuando los episodios actuales hayan
desencadenado la perturbación, un conflicto infantil no resuelto
desempeña un papel importante en la ruptura de una amistad. Un clima
emocional equilibrado, lo cual no excluye para nada la fuerza del
sentimiento, constituye la base del éxito de una amistad. No es muy
probable que lo logremos si esperamos demasiado de ella, es decir, si
esperamos que el amigo compense nuestras primeras privaciones. Tales
exigencias son, en su mayor parte, inconscientes y, por lo tanto, no
pueden ser manejadas de manera racional. Nos exponen necesariamente al
desengaño, al dolor y al resentimiento. Si las exageradas demandas
inconscientes ocasionan trastornos en la amistad, han acaecido
repeticiones exactas -por muy distintas que sean las circunstancias- de
situaciones tempranas, cuando la voracidad intensa y el odio
perturbaron el amor hacia los padres, causándonos sentimientos de
insatisfacción y soledad. Si el pasado no pesa demasiado sobre el
presente seremos más capaces de hacer una adecuada elección de amigos y
de satisfacernos con lo que ellos nos den.
Mucho de
lo que he dicho sobre la amistad entre mujeres se aplica al desarrollo
de las amistades entre hombres, por más que también haya desemejanzas
derivadas de la diferencia entre la psicología masculina y la femenina.
La separación entre los sentimientos afectuosos y los sexuales, la
sublimación de las tendencias homosexuales y la identificación
constituyen igualmente la base de la amistad entre hombres. Aunque los
elementos y las nuevas gratificaciones que corresponden a la
personalidad adulta entran renovados en la amistad masculina, también
los hombres, en parte, buscan la repetición de sus relaciones con el
padre o los hermanos, o tratan de hallar una nueva afinidad que
satisfaga deseos pasados, o mejorar las relaciones insatisfactorias que
antaño mantuvieron con quienes los rodeaban.
ASPECTOS MÁS AMPLIOS DEL AMOR
El proceso
por el cual desplazamos el amor de los primeros seres queridos hacia
otros se extiende, desde la primera infancia en adelante, a todas las
cosas. De este modo desarrollamos intereses y actividades en los que
ponemos algo del amor que originariamente se dirigía a las personas. En
la mente infantil una parte del cuerpo puede representar otra, y un
objeto puede representar partes del cuerpo o personas. De esta manera
simbólica, cualquier objeto redondeado puede en su inconsciente
representar el pecho de su madre. Por un proceso gradual, todo lo que
emana bondad y belleza, todo lo que causa placer y satisfacción en
sentido físico o más amplio, vendría a tomar en el inconsciente el
lugar de este seno generoso y el de la madre como persona total. Así,
al referirnos a la patria la llamamos “la madre tierra”, porque en el
inconsciente el país natal puede simbolizar a nuestra madre, y por lo
tanto, ser amado con sentimientos matizados por nuestro vínculo con
ella.
Para
ilustrar la forma en que la primitiva relación invade intereses que
parecen serle muy ajenos tomemos el ejemplo de los exploradores que
parten en busca de nuevos descubrimientos, sobrellevando las más
penosas privaciones y encontrando a su paso grandes peligros y quizá la
muerte. Además del estímulo de las circunstancias externas, muchos
elementos psicológicos se hallan detrás del interés y el atractivo de
la exploración. No mencionaré aquí más que uno o dos factores
inconscientes específicos. En su voracidad el niño pequeño desea atacar
el cuerpo de su madre, al que considera como una extensión de su pecho
bueno. También tiene fantasías de robarle el contenido de su cuerpo,
entre otras cosas, los hijos, preciosa posesión, que también ataca por
celos. Estas fantasías agresivas de penetrar en su cuerpo pronto se
enlazan con sus deseos genitales de tener un coito con ella. El trabajo
psicoanalítico ha descubierto que las fantasías de explorar el cuerpo
de la madre, que surgen de los deseos sexuales y agresivos del niño, de
su voracidad, curiosidad y amor, contribuyen a fomentar el interés del
adulto en explorar nuevos países.
Al
discutir el desarrollo emocional del niño pequeño he señalado que sus
impulsos agresivos dan lugar a fuertes sentimientos de culpa y al temor
de que la persona querida muera, todo lo cual forma parte del amor, lo
refuerza e intensifica. En el inconsciente del explorador, un nuevo
territorio representa una nueva madre que compensará la pérdida de la
madre real.
Busca la
“tierra prometida”, la “tierra de la que mana leche y miel”. Y hemos
visto que el temor a la muerte de la persona más amada lleva al niño a
alejarse de ella en cierta medida; pero al mismo tiempo lo conduce
también a re-crearla y encontrarla nuevamente en cualquier tarea que
emprenda. De ese modo, tanto el impulso de apartarse como el de
mantener el vínculo original encuentran plena expresión. La temprana
agresión del niño estimula la tendencia a restaurar y compensar, a
devolver a su madre los bienes robados en su fantasía, y estos deseos de
resarcimiento se unen más tarde a la vocación de explorador: encontrar
una nueva tierra es dar algo al mundo en general y a algunas personas
en particular. Su actividad expresa tanto su agresión como su deseo de
reparar. Sabemos que al descubrir una nueva tierra la agresión se
utiliza en la lucha con los elementos y con toda suerte de
dificultades. Pero a veces se manifiesta más abiertamente. Ocurría en
otras épocas, cuando los exploradores, que además conquistaban y
colonizaban, dieron muestras de despiadada crueldad contra las
poblaciones nativas. Con esta actitud concretaban los tempranos ataques
fantaseados contra los niños imaginarios en el cuerpo de la madre y el
odio real contra los hermanos recién nacidos. El deseo de restauración,
sin embargo, encontró plena expresión al repoblar el país con
elementos de su propia nacionalidad. Podemos ver cómo, a través del
interés por la exploración, varios impulsos y emociones -la agresión
(manifiesta o no), los sentimientos de culpa, el amor y el impulso de
reparar- pueden transferirse a otra esfera, alejada de su objeto
original.
La
vocación de explorar no tiene que manifestarse necesariamente a través
de la exploración física del mundo, sino que puede extenderse a otros
campos, como cualquier tipo de pesquisa científica. Los primeros deseos
y fantasías de explorar el cuerpo materno forman parte de la
satisfacción que el astrónomo, por ejemplo, deriva de su trabajo. El
anhelo de redescubrir a la madre de los primeros tiempos, real o
afectivamente perdida, es también de gran importancia en el arte creador
y en la forma de apreciarlo y disfrutar de él.
Del mismo
modo el escultor que da vida a su objeto de arte, ya sea que éste
represente una figura humana o no, inconscientemente está restaurando y
re-creando a las personas a quienes amó primero y a las que destruyó
en su fantasía.
SENTIMIENTOS DE CULPA, AMOR Y CREATIVIDAD
Los
sentimientos de culpa, como traté de señalar, constituyen un incentivo
fundamental para la creación y el trabajo en general, aun en sus formas
más simples. No obstante, si son demasiado intensos tienen el efecto
de inhibir las actividades e intereses productivos. Estas complejas
conexiones se tornaron claras en primer término a través del
psicoanálisis de niños pequeños. En los niños los impulsos creadores
que habían permanecido latentes despiertan y se expresan mediante
actividades tales como el dibujo, el modelado, la construcción y la
palabra cuando el psicoanálisis reduce sus diversos temas. Estos
incrementan los impulsos destructivos y, por consiguiente, al disminuir
los impulsos demostrativos también se debilitan. Simultáneamente con
estos procesos, los sentimientos de culpa y de ansiedad por la muerte
de la persona amada, que la mente infantil no pudo superar por ser
demasiado abrumadores, disminuyen gradualmente, pierden intensidad,
haciéndose por lo tanto más fácil su manejo. Como resultado aumenta el
interés del niño por la gente, se estimula la piedad y la identificación
con los demás, y así se acrece su caudal de amor. El deseo de reparar,
tan íntimamente ligado al interés por el ser amado y a la ansiedad por
su muerte, puede ahora expresarse en formas creadoras y constructivas.
También en el psicoanálisis de adultos pueden observarse estos
procesos y cambios.
He
sugerido que cualquier fuente de alegría, belleza y enriquecimiento
(externo o interno) representa para el inconsciente el pecho generoso y
amante y el pene creador que en la fantasía posee cualidades
similares: en esencia, los dos padres buenos y dadivosos. La relación
con la naturaleza, que despierta fuertes sentimientos de amor,
reverencia, admiración y devoción, tiene mucho en común con la relación
con la madre, como siempre lo han reconocido los poetas. Los múltiples
dones naturales son equiparados a los que hemos recibido de nuestra
madre en los primeros tiempos de la vida. Pero no siempre nos han
satisfecho. Muchas veces nos pareció mezquina y frustradora, aspectos
que también se reviven en la relación con la naturaleza, que a menudo
no está dispuesta a dar.
La
satisfacción de las necesidades de autoconservación y la gratificación
del deseo de amor permanecen eternamente ligados entre sí, ya que al
principio ambas provenían de una misma fuente. La primera seguridad nos
fue proporcionada por nuestra madre, que no sólo nos calmó los
tormentos del hambre, sino que también nos satisfizo emocionalmente y
alivió nuestra ansiedad. Por lo tanto, la seguridad derivada de la
satisfacción de nuestras necesidades básicas se vincula a la seguridad
afectiva, y la importancia de ambas se agranda, pues contrarrestan los
primeros temores de perder a la madre amada. Tener asegurada la
subsistencia en la fantasía inconsciente significa también no estar
privado de amor y no haber perdido a la madre. El hombre que se queda
sin trabajo y lucha por encontrar empleo tiene en mente, por sobre todo
sus necesidades materiales. No trato de subestimar los sufrimientos y
penurias reales, directos e indirectos, que la pobreza provoca, pero la
situación auténticamente dolorosa se hace más acerba por el infortunio
y la desesperación que resurgen de tempranas experiencias emocionales,
cuando lo acosaba el hambre porque la madre no satisfacía sus
necesidades, y temía perderla y verse privado de amor y protección(10).
La falta de trabajo le impide también expresar sus tendencias
constructivas que constituyen un método fundamental de manejar temores
inconscientes y sentimientos de culpa, o sea, de hacer reparación. La
dureza de las circunstancias -aunque pueda ser en parte consecuencia de
un sistema social insatisfactorio que justificaría que el miserable
achacara a otros la culpa de su situación- tiene algo en común con la
inexorabilidad que los niños, bajo la presión de la ansiedad, atribuyen a
los padres temidos. En cambio, la ayuda material o moral proporcionada
a los pobres o a los desocupados, además de su valor real,
inconscientemente les prueba la existencia de padres cariñosos.
Volvamos a
la relación con la naturaleza. En algunas regiones del mundo la
naturaleza es cruel y destructiva. Sin embargo, los habitantes no
renuncian a su suelo, sino que desafían los elementos, sequías,
inundaciones, heladas, calor, terremotos, plagas. Es cierto que las
circunstancias externas desempeñan un papel importante, pues esta gente
tenaz tal vez no pueda marcharse del lugar donde ha nacido. Sin
embargo, no me parece que esto baste para explicar por qué se soportan
tales penurias para conservar la tierra natal. Para los que viven en
condiciones naturales tan arduas la lucha por la subsistencia sirve
también para otros propósitos (inconscientes). La naturaleza representa
para ellos una madre exigente y regañona cuyos dones deben serle
extraídos a la fuerza, lo cual reedita las primeras fantasías violentas
(aunque en forma sublimada y socialmente adaptada). Habiendo sentido
culpa inconsciente por la agresión contra su madre, el hombre
comprendía que ella fuera ruda con él; lo comprende aún ahora
inconscientemente, en relación con la naturaleza. Este sentimiento de
culpa actúa como incentivo para la reparación. La lucha contra la
naturaleza se siente en parte como una lucha “para preservar la
naturaleza”, porque expresa también el deseo de reparar a la madre. De
este modo, los que luchan contra los rigores naturales no sólo lo hacen
en su propio beneficio sino que también sirven a la naturaleza. Al
mantener su conexión con ella mantienen viva la imagen de la madre de
antaño. En la fantasía, la protegen y se protegen permaneciendo unidos a
ella. En la realidad, mediante el apego a su país. En cambio, el
explorador busca en la fantasía una nueva madre para reemplazar a la
real, de la que se siente apartado o que inconscientemente teme perder.
RELACIONES CONSIGO MISMO Y CON LOS DEMÁS
He tratado
en estos capítulos algunos aspectos del amor y de las relaciones con
los demás. No puedo, con todo, concluir sin intentar echar alguna luz
sobre la más complicada de todas las relaciones: la que mantenemos con
nosotros mismos. Pero, ¿qué somos nosotros? Todo lo bueno y lo malo que
hemos pasado desde los primeros días; todo lo que hemos recibido del
mundo externo, y sentido en el mundo interno; experiencias felices y
desdichadas, vínculos con la gente, actividades, intereses y
pensamientos de todo tipo, es decir, todo lo que hemos vivido forma
parte de nosotros y construye nuestra personalidad. Si algunas de
nuestras relaciones pasadas, con todos los recuerdos que traen, con la
riqueza de sentimientos que suscitan, pudieran ser súbitamente barridas
de nuestra mente ¡qué pobres y vacíos nos sentiríamos! ¡Cuánto se
perdería del amor, confianza, placer, consuelo y gratitud que hemos
brindado y recibido! Muchos no quisiéramos siquiera haber evitado las
experiencias dolorosas, porque han contribuido al enriquecimiento de
nuestra personalidad. Me he referido ya varias veces en este artículo a
la influencia de nuestras primeras relaciones sobre las siguientes.
Quisiera ahora demostrar la fundamental gravitación de las tempranas
situaciones emocionales sobre nuestras relaciones con “nosotros mismos”.
Nuestra mente guarda como reliquias a los seres que amamos. En
momentos difíciles sentimos a veces que ellos nos guían. De pronto se
nos ocurre preguntarnos cómo habrían actuado “ellos” y si aprobarían o
no nuestros actos. Por lo que he dicho podemos concluir que las
personas a quienes así consideramos representan en esencia a los padres
admirados y amados. Hemos visto, no obstante, que de ningún modo es
fácil para el niño establecer con ellos relaciones armoniosas y que los
primeros lazos de amor se ven seriamente inhibidos y perturbados por
el odio y el concomitante sentimiento inconsciente de culpa. Es cierto
que los padres pueden haber carecido de amor y comprensión, lo cual
tendería a aumentar todas las dificultades. Los impulsos y fantasías
destructivos, los temores y la desconfianza, que en cierta medida se
hallan siempre activos, aun en las circunstancias más propicias, se
incrementan innecesariamente si las condiciones son desfavorables y las
experiencias desagradables. Además, lo que es también muy importante,
es que si al niño no se le da bastante felicidad en la primera etapa de
su vida, quedará perturbada su capacidad para desarrollar una actitud
optimista, amor y confianza en los demás. No debe, sin embargo,
deducirse que la capacidad de amar y ser feliz responde en proporción
directa a la cantidad de amor que se haya recibido. En realidad, hay
niños que configuran en su inconsciente imágenes paternas
extremadamente duras y severas (lo que perturba su relación con los
padres reales y con la gente en general) aunque hayan tenido padres
buenos y cariñosos. Por otra parte, las dificultades mentales del niño
no están frecuentemente en proporción con el trato desfavorable que
puedan haber sufrido. Si por razones internas, que desde el principio
varían en cada individuo, existe escasa capacidad para tolerar la
frustración, y si la agresión, temores y sentimientos de culpa son muy
intensos, la mente infantil puede exagerar y deformar grotescamente los
defectos de los padres y en especial la intención que determina sus
errores. De este modo, los padres y otras personas de su ambiente serán
juzgados predominantemente duros y severos. Nuestro propio odio, temor
y desconfianza tienden a crear en el inconsciente figuras paternas
terribles y exigentes. Estos procesos se encuentran, en diverso grado,
activos en todos, ya que todos tenemos que luchar, con mayor o menor
intensidad y en un sentido o en otro, con sentimientos de odio y temor.
Vemos así que las “cantidades” de impulsos agresivos, temores y
sentimientos de culpa (que parcialmente surgen de razones internas)
guardan una relación importante con la actitud mental predominante que
asumimos.
En
contraste con niños que, en respuesta a un trato desfavorable,
desarrollan en su inconsciente figuras paternas duras y severas, que
afectan desastrosamente su perspectiva mental, en muchos otros los
errores o la falta de comprensión de los padres producen consecuencias
menos adversas. Los niños que, por razones internas, son desde el
comienzo mucho más capaces de soportar las frustraciones (ya sean
evitables o inevitables), es decir, que puedan hacerlo sin exceso de
odio y sospechas, serán más tolerantes con los errores que los padres
cometan al tratarlos. Podrán confiar más en sus propios sentimientos
amistosos y, por lo tanto, al tener más autoseguridad serán menos
susceptibles a lo que provenga del mundo externo. Ninguna mente
infantil se encuentra libre de temores y sospechas, pero si la relación
con los padres está basada sobre todo en la confianza y el amor, éstos
podrán ser establecidos firmemente en la mente como figuras mentoras y
benéficas, las que serán fuente de bienestar y armonía y prototipo de
todas las relaciones amistosas de la vida futura.
He tratado
de aclarar algo sobre las relaciones adultas señalando que, con
ciertas personas, nos conducimos como nuestros padres lo hacían con
nosotros, o bien como hubiésemos deseado que se comportasen,
invirtiendo de esta manera las primeras situaciones. Asimismo, en
algunos casos, nuestra actitud es la del niño afectuoso con sus padres.
Esta relación recíproca niño-padre, que manifestamos frente a los
demás, también es experimentada internamente ante las figuras benéficas
y mentoras que conservamos en la mente. Inconscientemente,
consideramos a los seres que forman parte de nuestro mundo interno como
padres afectuosos y protectores y les retribuimos su amor; nos sentimos
hacia ellos como padres. Estas relaciones fantaseadas, basadas en
experiencias y recuerdos reales, integran nuestra continua y activa
vida afectiva e imaginativa y contribuyen a darnos felicidad y fuerza
mental. En cambio, si las figuras paternas que conservamos en los
sentimientos y en el inconsciente son predominantemente duras, no
lograremos estar en paz con nosotros mismos. Es harto sabido que una
conciencia demasiado severa ocasiona desdicha y preocupación. Es menos
sabido, pero comprobado por los descubrimientos psicoanalíticos, que la
presión de las fantasías de lucha interna y los temores con ellas
conectados, se hallan en el fondo de lo que reconocemos como conciencia
vindicativa. Incidentalmente, estas tensiones y temores pueden
expresarse en profundas perturbaciones mentales y conducir al suicidio.
He
utilizado la extraña frase “relación con nosotros mismos”. Quisiera
ahora agregar que ésta es la relación de todo lo que apreciamos y
amamos, con todo lo que odiamos en nosotros. He tratado de aclarar que
la parte nuestra que apreciamos es la riqueza que hemos acumulado a
través del contacto con otros seres, pues estos vínculos y las
emociones que los acompañan han llegado a constituir una posesión
interna. Odiamos en nosotros las figuras duras y severas que también
forman parte de nuestro mundo interno y que son en gran medida el
resultado de nuestra propia agresión hacia nuestros padres. Sin
embargo, en el fondo, lo que más violentamente odiarnos es el odio
interno en si. Lo tememos tanto que nos vemos llevados a emplear una de
nuestras más fuertes medidas de defensa, que consiste en ubicarlo en
otros, o sea, proyectarlo. Pero también desplazamos amor hacia el mundo
externo, y sólo podemos hacerlo genuinamente si hemos establecido
buenas relaciones con figuras amistosas en nuestra mente, creando así
un circulo benigno: en primer lugar brindamos amor y confianza a
nuestros padres; luego los incorporamos a nosotros, por así decirlo,
con todo ese caudal, y podemos de nuevo dar al mundo externo parte de
esta riqueza de sentimientos positivos. El odio configura un círculo
análogo pues, como hemos visto, erige figuras aterradoras en nuestra
mente y entonces dotamos a los demás de cualidades desagradables y
malas. Incidentalmente, esa actitud mental produce el efecto real de
suscitar sospechas y desagrado en los demás, mientras que una actitud
confiada y amistosa de nuestra parte tiende a provocar la confianza y
la benevolencia ajenas.
Observamos
que algunas personas, especialmente a medida que envejecen, se vuelven
cada vez más desagradables. Otras en cambio, se suavizan y se hacen
más comprensivas y tolerantes. Es bien sabido que tales variaciones no
corresponden simplemente a las experiencias adversas o favorables que
hayan tenido en la vida, sino que se deben a las diferencias de actitud
y de carácter. De lo expuesto, podemos llegar a la conclusión de que
la amargura, ya sea hacia la gente o hacia el destino -y por lo general
abarca a ambos- se establece fundamentalmente en la niñez y puede
reforzarse o intensificarse más tarde.
Si el amor
no ha sido ahogado por el resentimiento, los pesares y el odio, sino
que se ha consolidado internamente, la confianza en los demás y en
nuestra propia bondad soporta como una roca los embates de la vida.
Cuando surge el infortunio, la persona que se ha desarrollado de ese
modo es capaz de preservar en sí a aquellos padres buenos cuyo amor
constituye una ayuda infalible en la desdicha y volver a encontrar en
el mundo personas que en su mente los reemplacen. La capacidad de
invertir situaciones en la fantasía e identificarse con los demás
-importante característica de la mente humana- permite al individuo
otorgar a otros la ayuda y el amor que él mismo necesita, obteniendo de
ese modo bienestar y satisfacción para sí.
Comencé
por describir la situación emocional del lactante en su relación con la
madre, fuente primera y fundamental de la bondad que recibe del mundo
externo. Afirmé también que es un proceso extremadamente doloroso para
el niño el privarse de la suprema satisfacción de ser alimentado por
ella. Con todo, si su voracidad y su resentimiento ante la frustración
no son excesivos, puede éste desprenderse gradualmente de la madre y al
mismo tiempo obtener satisfacción de otras fuentes. En su inconsciente
los nuevos objetos de placer se eslabonan con las primeras
gratificaciones recibidas de la madre. Puede por consecuencia, aceptar
otros goces como sustitutos de los originales. Podría decirse que
retiene la bondad primaria a la vez que la reemplaza, y cuanto más
exitoso es ese proceso, menos apoyo tendrán en su mente la voracidad y
el odio. Pero, como lo he señalado frecuentemente, los sentimientos
inconscientes de culpa que derivan de la destrucción fantaseada del ser
amado, desempeñan aquí un papel importante. Hemos visto que los
sentimientos de culpa y pesar, provenientes de la fantasía agresiva y
voraz de destruir a la madre, activan el impulso de curar estos daños
imaginarios y repararla. Estas emociones actúan grandemente sobre el
deseo y la capacidad infantiles de aceptar sustitutos maternos. Los
sentimientos de culpa provocan el temor a depender de esta persona
querida, cuya pérdida se recela, pues no bien surge la agresión el niño
siente que está causándole daño. Este temor es un incentivo para
desligarse, para volcarse en otras personas y cosas y agrandar así su
círculo de intereses. Normalmente el impulso de reparar logra mantener a
raya la desesperación suscitada por los sentimientos de culpa. En este
caso, prevalecerá la esperanza; el amor y el deseo de reparación del
niño serán inconscientemente extendidos a los nuevos objetos de amor e
interés. Estos, como ya sabemos, se asocian en su mente con la primera
persona amada, a quien vuelve a descubrir o crear a través de sus
nuevas relaciones e intereses constructivos. En esta forma, la
reparación -que es en parte inherente a la capacidad de amar- ensancha
su ámbito, consolidando la posibilidad infantil de aceptar amor y de
hacer suya, por varios medios, la bondad proveniente del mundo externo.
Un equilibrio satisfactorio entre “dar” y “recibir” es condición
primordial para la felicidad futura.
Si en
nuestro temprano desarrollo hemos podido transferir interés y amor de
nuestra madre a otras personas y hemos obtenido nuevas gratificaciones,
entonces y sólo entonces, podremos en el futuro obtener placer de
otras fuentes. Esto nos permite compensar, mediante un nuevo vínculo
afectivo, los fracasos o desengaños que sufrimos, bien como aceptar
sustitutos para lo que no hemos logrado conseguir o conservar. Si la
voracidad frustrada, el resentimiento y el odio no perturban la
relación con el mundo externo, hay infinidad de modos de extraer de él
belleza, bondad y amor. Al hacerlo, acrecentamos continuamente nuestro
acervo de recuerdos felices y este acopio de valores nos da una
seguridad difícil de vulnerar y un bienestar íntimo que aleja la
amargura. Además del placer que proporcionan, estas satisfacciones
tienen el efecto de mitigar las frustraciones (o mejor, el sentimiento
de frustración) pasadas y presentes, incluso las primeras y
fundamentales. Cuanto más satisfacción auténtica logremos, menor será
nuestro resentimiento ante las privaciones y menos nos dominarán la
voracidad y el odio. Seremos entonces realmente capaces de aceptar de
otros amor y bondad, de brindárselos y, en retribución, de recibir más
aun. En otras palabras, la capacidad esencial de “dar y recibir” se
desarrolla de tal manera que nos asegura satisfacciones y contribuye al
placer, al bienestar o a la felicidad de otras personas.
Y para
terminar, una buena relación consigo mismo condiciona el amor, la
tolerancia y la buena disposición hacia los demás. En parte esta buena
relación deriva, como intenté demostrar, de una actitud amistosa,
comprensiva y afectuosa hacia los demás, o sea hacia aquellos que tanto
significaron para nosotros en el pasado y cuyo vínculo con nosotros
integra nuestra mente y personalidad. Si en lo más hondo del
inconsciente logramos superar los rencores contra nuestros padres y
perdonarles las frustraciones que debimos sufrir, podremos entonces
vivir en paz con nosotros mismos y amar a otros en el verdadero sentido
de la palabra.
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